A medio siglo de esta exposición internacional la obra de José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún sigue sorprendiendo: como J. M. García de Paredes en la Iglesia de los Almendrales la repetición de un módulo estructural-espacial que resuelve cierre y luz puede convertirse en el sostén proyectual de la obra.
Inevitablemente evocamos la Biblioteca Nacional de París de Labrouste, las oficinas de Johnson en Racine, EE.UU., de Frank Lloyd Wright y el Centro de la Comunidad Judia de Trenton de Louis Kahn para reconocer fuertes raíces y, también, recrear las particularidades de cada una de estas excepcionales obras arquitectónicas.
Como bien comenta Enrique Dominguez Uceta “Estas piezas se podían organizar en planta en una malla hexagonal con total libertad, y también resultaba sencillo desplazarlas en altura cambiando la longitud de las columnas que sustentaban el paraguas. Con estas piezas, el edificio podía adaptarse a los diferentes niveles del terreno sin necesidad de explanar el solar, incluso permitió que algunos árboles quedasen en el interior del edificio mientras estuvo destinado a exposición temporal.
Las diferencias de altura permitían la iluminación natural desde la cubierta, y el cerramiento vertical perimetral podía ser de cualquier material, ya que no tenía que soportar ningún peso: ellos lo hicieron con cristal y con ladrillo. Las luminosas imágenes de aquel pabellón, con un bosque de ligeros soportes en su interior, y una diáfana relación con el exterior, son de una depurada funcionalidad y una belleza de base geométrica.”
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Inevitablemente evocamos la Biblioteca Nacional de París de Labrouste, las oficinas de Johnson en Racine, EE.UU., de Frank Lloyd Wright y el Centro de la Comunidad Judia de Trenton de Louis Kahn para reconocer fuertes raíces y, también, recrear las particularidades de cada una de estas excepcionales obras arquitectónicas.
PABELLÓN DE ESPAÑA EN LA EXPOSICIÓN DE BRUSELAS. CORRALES Y MOLEZÚN, 1958.
Como parece que le hemos cogido gusto a esto de analizar pabellones de exposiciones internacionales, en esta ocasión nos situaremos en 1958 y abordaremos el interesantísimo pabellón de Corrales y Molezún, que representaba a España en la Exposición de Bruselas. Así que si os animáis vamos a entrar a ver cuales eran las particularidades que hacían de este edificio una pequeña joya de la arquitectura.
La Exposición Universal de Bruselas (Bélgica) del año 1958, fue la primera celebrada tras la Segunda Guerra Mundial, bajo el lema “Por un mundo más humano”. Se trató sin duda del mayor foco cultural desde el comienzo de la Guerra Fría, ocasión que aprovecharon los países de uno y otro bloque para mostrar sus últimos logros o mejorar su imagen internacional. El lugar elegido para levantar la explosión fue el mismo donde ya anteriormente se había celebrado otra en 1935 y que pasó sin pena ni gloria.
En la entrada del pabellón de Paris de Sert os contábamos como la torre Eiffel era el símbolo de la exposición y la mole nazi y el gigantesco pabellón soviético se situaban encuadrándola formando un paisaje que auto-homenajeaba la megalomanía del hombre de la época previa a la segunda guerra mundial. En esta ocasión, para la primera exposición internacional realizada dentro del periodo de la guerra fría se necesitaba un nuevo símbolo, algo que hiciese de hito de la exposición.
Pero en este caso se eligió un edificio-escultura llamado “atomium”, proyectado por André Waterkeyn, que representaba un cristal de hierro aumentado 165.000 millones de veces como metáfora del uso pacífico de la energía nuclear. Este uso pacífico era uno de los temas más controvertidos de la época y uno de los que más ampollas levantaba en las conversaciones de los pro-nucleares y de los anti-nucleares.
Eran los primeros tiempos donde ya se empezaba a igualar la ecuación de tecnología más ciencia igual a progreso. Como casi todos los edificios de las exposiciones, el “atomium” nació con fecha de caducidad, pero ante la gran sensación que causó se decidió conservarlo para convertirlo en el icono de la ciudad de Bruselas.
“atomium”
La ausencia de un trazado geométrico para ubicar los pabellones como había sido costumbre hasta ese momento y la proliferación de edificios cada vez más estrambóticos y escultóricos hizo denominar a la feria “la exposición de las cubiertas”.
Al igual que sucediera en la explosión de Paris, uno de los pabellones más destacados fue la intervención española, esta vez compartiendo protagonismo con el pabellón de Le Corbusier que se presentaba con un espectacular edifico que representaba en este caso la capacidad técnica de la Philips.
Esta idea fue una iniciativa del director artístico de la empresa, el arquitecto Louis Kalff, que encargó a Le Corbusier el diseño del pabellón. Aunque el peso del proyecto lo llevó su colaborador el arquitecto griego Iannis Xenakis, éste tuvo que ponerse serio ante el ego del maestro suizo, para que su nombre apareciese entre los autores del proyecto. Otra importantísima colaboración en el pabellón es la presencia del músico Edgard Varese, surgiendo de esta integración entre arquitectura y música electrónica el primer proyecto multimedia de la historia: “Poeme electronique”, cuyo mensaje central celebraba el progreso y se criticaba la bomba atómica y los campos de concentración.
Esta simbiosis es una compleja máquina, que consigue una síntesis total de arte y tecnología, y donde la arquitectura es, simultáneamente, forma, espacio, volumen, imagen en movimiento, color, acústica y música.
Le Corbusier
A diferencia del pabellón de Le Corbusier, la obra de Corrales y Molezún era una intervención mucho menos llamativa y acorde con el lema de la exposición. Se hacía de la discreción y la mesura (al igual que lo hiciera Sert en Paris en 1937) el “leit motiv” del proyecto. Nuestros protagonistas ganaron el Primer Premio en la Exposición Universal de Bruselas y se consideró al pabellón uno de los mejores edificios de la arquitectura española del siglo XX.
El encargo del propio proyecto también fue resultado de dos sonados premios.
La pareja de arquitectos estaba en los inicios de su carrera practicando una arquitectura ortodoxa dentro del estilo internacional, cuando se proclamaron vencedores de dos concursos públicos; por un lado la adjudicación para la realización del propio pabellón y por otro lado la adjudicación del montaje expositivo interior.
En el jurado se encontraban entre otros; Luis Feduchi y Miguel Fisac, que fueron los que arrastraron al resto de los miembros para tomar la decisión unánime a favor de nuestros protagonistas. El informe redactado por el maestro de Daimiel venía a decir “la extraordinaria calidad del proyecto, que con total originalidad, tenía una espacialidad, un tratamiento de la iluminación y una organización estructural y constructiva rigurosamente moderna y enraizada a la vez, en la mejor tradición española.”
La ubicación del pabellón se situaba en un solar boscoso y de contorno irregular, entre las avenidas de Europe y Trembles del parque Heisel, con diferencias de cota de hasta seis metros, donde se debía mantener todo el arbolado existente.
Las propias bases del concurso para la adjudicación del proyecto ya planteaban por un lado que se pudiese adaptar a una orografía complicada y por otra que el pabellón fuese recuperable, desmontable y transportable. Y esto es precisamente lo que se planteó con una propuesta basada en un único hexágono metálico (de agrupación más o menos libre), realizado con bastidores de aluminio en las fachadas y piezas ligeras tipo “durisol” para la cubrición de la cubierta.
A este punto nos gustaría rescatar la descripción que hace del edificio Joaquín Vaquero Turcios “inteligente, claro, ligero, nuevo, versátil, austero, bello por consecuente añadidura, sobresalía porque brillaba, más aún que como un objeto, como una idea.
Era imprescindible conservar la diafanidad y transparencia del bosque de sutiles troncos de palmera industrial. Era un espacio articulado, vibrante y tranquilo, gris y austero, y casi pobre, industrial y místico.”
Quizás estemos hablando de la primera obra construida por arquitectos españoles con el material de aluminio, que hasta entonces se había usado para elementos militares como zeppelines. Estos bastidores tenían tres metros por un metro y cerraban la fachada que variaba en altura desde los tres a los nueve metros.
En palabras del propio Jose Antonio Corrales “En la zona de entrada se situaba un porche como elemento más bajo. Existe una mezcla de elementos de cristal con unas bandas que van subiendo, de manera escalonada, como en una mezquita actual.”
La cubierta que acoge estas vidrieras, se realiza estructuralmente en forma de paraguas con pendiente hacia dentro sostenida por columnas metálicas tubulares de 15 centimetros que hacen de desagüe para terminar descargando el peso del edificio al terreno en un punteado de mínimas zapatas de hormigón armado que soportan el bosque de pilares.
Por todo ello la construcción se entiende desde una óptica de modulación y flexibilidad, donde cada elemento es desmontable y rápidamente se podía montar según las necesidades funcionales de cada momento y el terreno sobre el que se coloque. Así se consigue el viejo sueño de una arquitectura donde el todo y la más pequeña de las partes, están íntimamente ligadas y son totalmente interdependientes entre si.
Las diferencias de altura permitían la iluminación natural desde la cubierta, y el cerramiento vertical perimetral podía ser de cualquier material, ya que no tenía que soportar ningún peso: ellos lo hicieron con cristal y con ladrillo. Las luminosas imágenes de aquel pabellón, con un bosque de ligeros soportes en su interior, y una diáfana relación con el exterior, son de una depurada funcionalidad y una belleza de base geométrica.”
La obra de José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún tuvo más repercusión internacional que lo que realmente fue valorada en España. A pesar de ello resultó uno de los únicos pabellones que se desmontó y en este caso se trasladó a un país con una escasa cultura arquitectónica que no supo valorar el regalo que le llegaba de tierras belgas. Se decidió instalarlo en la Casa de Campo, aunque en realidad más que instalarlo se esparció de malas maneras, como quien amontona un trasto viejo que ya no sirve para nada.
Mientras el resto de edificios del siglo XIX, situados en el parque de El Retiro, son conocidos por todos los madrileños, el mejor pabellón español del siglo XX está abandonado a su suerte en un apartado rincón .
En 1991 se realizó un simulacro para su recuperación y se pidió a los propios arquitectos que lo levantaron, José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún, un proyecto para la recuperación del pabellón, que no se llegó a realizar ante la falta de medios económicos para llevarlo a cabo.
“El pabellón ya no se puede rehabilitar”, explicaba recientemente con gran pesimismo José Antonio Corrales, “no tiene sentido, porque está completamente destrozado, habría que hacerlo de nuevo”.
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